"Música entre las Piedras" de Shia Arbulú


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Lee un fragmento de la novela
«La historia de la raza humana es la guerra. 
A excepción de intervalos breves y precarios, 
nunca ha habido paz en el mundo».

Winston Churchill


Sasha


PRÓLOGO

         Tenía once años cuando alguien escribió por primera vez su nombre en un documento legal. Aunque sería difícil saber si realmente aquel gesto tenía algún significado, decenas de veces lo habían escrito en listas de papel, o en pequeños cartones azules que le permitían permanecer en un lugar durante un tiempo. Aquellas hojas con su tinta, sin embargo, tenían fecha de caducidad y al poco tiempo dejaban de ser útiles. La realidad de su existencia era volátil como una hoja mecida por el viento, una realidad temporal tras la que volvía a convertirse en un fantasma, porque aquel niño, de ojos de hiedra y mirada dolida seguía sin existir para el mundo. Los agentes de policía que se ocuparon del caso no acababan de salir de su asombro, se preguntaban cómo podía haber vivido tantos años en su país sin que nadie reparará en el hecho de que no tenía nacionalidad, no tenía ningún documento de identificación, ni siquiera una partida de nacimiento, era como si jamás hubiera nacido, y sin embargo había crecido entre ellos como uno más. Esa era la ironía de aquellos países tan extensos y sobrecargados de población, a pesar de sus intentos de controlar y vigilar, en aquellas extensiones de tierra, ciudades y carreteras interminables, paisajes de cemento inagotables, era fácil perderse, camuflarse y no ser descubierto como un pequeño animalillo que sobrevive entre cloacas, deambulando entre la gente que sí cuenta, como una sombra insospechada. Había vivido así siempre, aprendiendo a bajar la cabeza y a esconder la mirada en los rincones inadvertidos de las ciudades para no ser descubierto. Porque eso sí le había enseñado su madre, que poco más había llegado a enseñarle, que era mejor no quejarse y pasar inadvertido, porque ser pobre y quejarse era de mal gusto. Había aprendido a temer a la ley y a sus representantes, porque para él era peligroso que lo descubrieran, había aprendido que los policías no lo salvarían y los soldados eran asesinos de los que debía huir. Ahora, sin embargo, esos mismos agentes del orden lo rodeaban curiosos, haciendo preguntas que él no se atrevía a responder, llevaba demasiado tiempo temiéndoles como para fiarse ahora, y de todas formas sus preguntas no llevaban a ninguna parte, porque no había ninguna parte a la que ir, y si seguían preguntando, no escucharían lo que de verdad importaba. Los adultos nunca escuchan lo que de verdad importa, eso también lo había aprendido, aunque no de su madre que hacía dos años estaba demasiado gastada y ausente como para enseñarle nada. Y como tenía tanto miedo, a pesar de las palabras amables de los hombres de uniforme que llevaban armas, que intentaban inútilmente infundirle confianza, el niño seguía mudo, y por un momento creyeron que el crío no conocía su idioma y quisieron saber de dónde era. No podían saber que esa era la pregunta más difícil que podían hacerle, y que, aunque quisiera no sabía responderles y tampoco tenía ningún sentido hacerlo. Por eso no habló a pesar de conocer su idioma perfectamente, hacía ya mucho que lo había aprendido y si se esforzaba incluso podía pasar por uno de ellos, pues no hay mejor forma de camuflarse que escondiéndose delante de todos como si perteneciera a ese mundo que ya no le parecía tan nuevo, que ya no le ofrecía esperanza ni sueños, y al que había acabado por acostumbrarse a pesar de saber que no formaba parte de él. 
          Y siguieron perdiendo el tiempo porque se empeñaron en que lo viera un médico y en tomarle huellas y hacerle fotos, de su cara, de sus heridas ya cicatrizadas y que tampoco quiso explicar porque ya no tenía sentido seguir hablando de eso. Había un peligro más urgente, pero aquellos hombres y mujeres se empeñaban en ocuparse de cosas inútiles que ya no tenían remedio y no escuchaban lo que aún tal vez podían remediar. Y le costó aún una hora más de tiempo, que no tenían, que prestaran atención al sobre que llevaba y que seguía cerrado, tal y como había prometido a su madre, ocultando un misterio, o tal vez desvelando otro.  
           Dentro del sobre que al fin abrieron sumidos en la confusión, o tal vez el escepticismo, una mano con prisa había garabateado una historia, en un lenguaje pobre y plagado de faltas gramaticales, explicando cómo había llegado ese niño al mundo, y cómo había llegado hasta ese momento en el que la frialdad de una comisaría era su única salida a pesar de los riesgos. Y al fin, los hombres y mujeres de azul, comprendieron y escucharon.


CAPÍTULO 1
HUNGRÍA 1992

          Anja dio a luz en el campo de refugiados de Debrecen, al este de Hungría, en noviembre de 1992. Tenía diecinueve años. En aquella fría barraca metálica de la cruz roja la experiencia del parto le pareció una pesadilla, una venganza divina por el desprestigio de ser mujer. La atendía una mujer que solo conseguía hablarle en húngaro o en inglés, y Anja no entendía. La mujer parecía también cansada, y aunque se esforzaba por inspirar algo de calma, lo cierto era que en más de una ocasión se impacientó con la joven que se negaba a empujar, que se negaba a colaborar. Porque lo que Anja deseaba era que la quitaran de allí, que aquello que estaba pasando por su cuerpo ocurriera sin ella, pero no podía escapar y las oleadas de dolor intenso que la obligan a gritar como jamás se imaginó que gritaría en su vida volvían a repetirse, y ella seguía repitiendo que no quería tener ese bebé, que se lo llevaran de allí y le quitaran eso de una vez. Jamás imaginó que el parto fuera algo tan violento, una agresión tan fuerte. Tras horas de agonía irremediable que hicieron que llorara suplicando por su madre, al fin pudo expulsar de su cuerpo ese pequeño trozo de carne roja, sintiendo un alivio profundo y después una sensación fría que hizo que empezara a temblar de forma descontrolada. De repente fue consciente de que ella estaba llorando, y escucho también el diminuto llanto del bebé que parecía más un gato que maullaba que el llanto de una cría humana. 
        Repitió que no lo quería, que no tenía padre, que estaban todos muertos y ella estaba sola, ¿cómo iba a cuidarlo? La mujer, que al fin sonreía, le dijo que era un niño y se lo puso encima a pesar de las negativas de la madre, lo dejó sobre su tripa tumbado, aún atado a ella por el cordón umbilical, y el pequeño trozo de carne dejó de llorar al instante. Ella lo miró, era demasiado pequeño y no se movía, estaba morado y embadurnado en algo blanco con el pelo negro y mojado, los ojos cerrados, parecía estar muerto. Entonces ocurrió algo extraordinario, aquella pequeña cosa desvalida que no llevaba ni una hora en el mundo, comenzó a moverse, y a trepar por su cuerpo, como un gusanillo se arrastraba empujándose con sus piernas retorcidas, lo hacía él solo, con todas sus fuerzas, hasta alcanzar el pecho de Anja, y fue capaz de encontrar el pezón de su madre sin que nadie lo ayudara, sin que ella o ningún otro le tocara. Se agarró de él con fuerza y empezó a chupar. 
        Anja lo miró asombrada. Aquella pequeña cosa que no podía hacer nada, era fuerte y estaba decidido a quedarse en el mundo, más aún, estaba decidido a quedarse con ella. Así que no pudo hacer otra cosa que amarlo desde ese instante, lo abrazó con sus brazos temblorosos y le pidió perdón mientras lloraba. Perdón por haberlo traído al mundo en un lugar tan hostil, perdón porque no sabía si sería capaz de quererlo como se merecía, perdón porque no tenía forma de cuidarlo. Y aquel pequeño invasor de su cuerpo se las ingenió para invadir también su corazón magullado, siendo tan poca cosa, y Anja supo que jamás podría soltarlo. Él era todo lo que le quedaba en el mundo.


CAPÍTULO 2
BERLÍN 1992 - 1998

          Gracias al bebé, Anja consiguió que la admitieran como refugiada en Berlín. Ese había sido su destino antes de acabar encallada en el campo de refugiados de Debrecen, donde había vivido los últimos cinco meses, siempre con frío, siempre con hambre, porque aquel pequeño que crecía en sus entrañas parecía insaciable. Lo peor para ella había sido el olor, el olor de las otras ocho personas con las que compartía barraca —una familia musulmana y otras dos chicas que, como ella, venían de Sarajevo—, el olor entre las barracas por la falta de espacios adecuados para defecar, el de la humanidad aglomerada sin pudor. Siempre estaba con náuseas y se le hacía insoportable. En el campo de refugiados que escapaban de la guerra de Bosnia, una pequeña microsociedad se había formado, había una escuela para los niños, y representantes de todas las etnias serbobosnias volvían a convivir como habían hecho siempre en su país antes de que los hombres se volvieran locos y decidieran matarse unos a otros. Sobre todo, había mujeres y niños bosniomusulmanes, pero había también algunos hombres serbobosnios que habían huido para no tener que unirse al ejército serbio y que los obligaran a matar a sus vecinos. Su posición allí era muy frágil, no eran bienvenidos y tampoco podían volver al país que los condenaba como traidores. Allí pasó Anja los últimos meses de embarazo sin otro propósito que esperar a que un nuevo día trajera el final de la guerra, el final de algo o el comienzo de otra cosa, lo que fuera distinto a la eterna espera sin remedio. 
          Tan solo cinco días después de dar a luz, le dieron una cartilla azul de refugiada con su nombre y una tarjeta improvisada que incluía al bebé para poder viajar a Alemania. Y al fin pudieron marcharse de allí y dejarlo todo atrás. No pudo registrarlo en Hungría, porque no había donde registrar a un niño en medio de la nada, y porque aquel país de acogida no quería hacerse cargo de ese bebé. Así que aquel pequeño no tenía aún ni nombre ni certificado de nacimiento. 
           La llevaron al aeropuerto junto a otras once personas. Tenía apenas algunas pertenencias y una bolsa de plástico en la que, entre las mujeres del campo, le habían reunido algo de ropa para el niño y unos pañales. Ya no le quedaba nada de los ochocientos marcos con los que había salido de Sarajevo, no sabía qué haría cuando llegara. 
           En Berlín les hicieron un chequeo médico a ella y al bebé, luego les abrieron un expediente como refugiados en el que anotaron los datos de Anja y el nombre de su pequeño. Anja quiso llamarlo Aleksender, como hubiera sido el nombre de su padre, si lo hubiera tenido, pero los alemanes escribieron Alexander, y aunque ella intentó que lo corrigieran, no consiguió hacerse entender, así que tuvo que desistir y dejar que lo escribieran mal. De todas formas, no era importante, ya que en Berlín tampoco podría registrar al niño al no ser hijo de alemanes ni haber nacido allí. Así que el pequeño Alexander Dobrijevic tendría que esperar a que acabara la guerra para tener una nacionalidad y el nombre apropiado. 
           Aleksender Creuzte debería haber sido su padre, pero no llegó a saberlo porque murió tras pisar una mina en Mostar. Nunca debería haber sido soldado, no era un hombre fuerte ni deportista, aunque sí inteligente y ambicioso. Estudiaba química para heredar la farmacia de su familia y tenía el sueño de convertirla en una cadena de farmacias por toda Yugoslavia. Anja se ocuparía de la publicidad y lo ayudaría a llevar las cuentas, aunque sus amigas le decían que podría ser modelo, porque era alta y elegante como una gacela, tenía unos enormes ojos marrones, facciones sencillas y un pelo envidiable y liso que le llegaba hasta la cintura. De lo que no tenían duda era de que se casarían al terminar la carrera, porque estaban perdidamente enamorados el uno del otro, y lo estarían para siempre. Esos habían sido los planes. Como tantos otros jóvenes universitarios estaban llenos de sueños y planes de futuro. Pero nada de eso ocurriría jamás. 
          Durante meses estuvieron convencidos de que no habría guerra en Bosnia. Hasta entonces, musulmanes, judíos y cristianos habían convivido como vecinos, mezclados en familias, en matrimonios, compartiendo edificios, trabajos, vidas. Ella misma era hija de un matrimonio mezclado, de padre serbio y madre bosniamusulmana. Su novio, Aleksender, era también musulmán, pero en una sociedad secular como la yugoslava, en la que las diferencias étnicas no se distinguían apenas, esa información había resultado hasta entonces irrelevante. Nunca imaginó las barbaridades que llegarían a cometerse en nombre de una etnia, un apellido o una fe. Aunque todos sabían que aquello eran solo pretextos para enmascarar una vulgar lucha de poder, una guerra entre políticos que se comportaban como matones para ocupar más territorio. 
          Ahora, al mirar atrás, se preguntaba cómo no habían sido capaces de verlo venir. Cuando los primeros nacionalistas comenzaron su discurso, rescatando del pasado dormido aquellos enfrentamientos entre chétniks y partisanos de la Segunda Guerra Mundial, aquel odio marchito por el tiempo, pero suficientemente vivo para rescatar del olvido las heridas de sus antepasados. Alguien quizá debería haber acallado aquel canto de venganza. Jamás creyeron que llegaría tan lejos, confiaban en que el sentido común prevalecería sobre las pasiones. ¡Qué equivocados estaban todos! 
          Anja y Aleksender estaban desayunando en el apartamento que compartían cerca de la Universidad de Sarajevo cuando escucharon la noticia de que soldados serbios estaban expulsando de Bijelijna a todos los musulmanes. Esa era la ciudad natal de Anja y donde vivía su madre. Se decía que habían violado a una chica en una mezquita delante de su abuelo, y en otra habían entrado y masacrado a la gente que estaba rezando. 
           Llamó a su madre, quería volver a casa, pero ella insistió en que no lo hiciera, que todo lo que había escuchado era cierto, y aún mucho peor; le pidió que huyera. Se resistían a creer que Serbia permitiría que aquello ocurriera. Aleksender volvió a Posavina con su familia, allí lo obligaron a unirse al ejército bosnio y su familia fue evacuada a un campo de refugiados en Croacia. La última vez que hablaron, él le dijo que huyera a Berlín, que pidiera asilo como refugiada. Para entonces Anja empezaba a vislumbrar el peligro, allí en Sarajevo, la ciudad que sufrió el mayor asedio militar de la historia contemporánea, tres años y medio, cuarenta y cuatro meses, mil cuatrocientos veinticinco días. Ella solo estuvo unos días, en casa de una amiga, asustadas y encerradas, preparando ollas de agua hirviendo por si necesitaban defenderse, con el eco de disparos, rumores y noticias que llegaban de todas partes, hasta que se decidió a abandonarlo todo y marcharse. No comprendió del todo lo que estaba ocurriendo hasta que llegó a Croacia. Cuando le dieron una tarjeta de refugiada en el que no hacía tanto había sido su país. Entendió al fin que Yugoslavia se había desintegrado, que había perdido su identidad y que ya nada volvería a ser como antes. 
          Salió de Sarajevo con ochocientos marcos y algo de ropa en una mochila, pensaba que no tardaría en volver, que todo se resolvería en unas semanas, que recuperarían sus vidas donde las habían dejado para seguir el camino hacia las metas que durante toda su vida se habían fijado. Jamás pensó que la guerra continuaría y continuaría durante años. Habían sido tan ingenuos, estado tan ciegos… Después de lo ocurrido en Croacia, deberían haberlo sabido. Pero la mente se empeña en no creer que el horror puede ocurrirte a ti, lo ves a tu lado y piensas que no te tocará, o quizá necesitamos pensar que es así para no perder la esperanza. 
            No volvió a hablar con Aleksender, ni volvió a ver a su madre ni a sus amigas de universidad, tardaría aún meses en descubrir que habían muerto todos, y aún un poco más en perder la esperanza, porque entre su supervivencia y la muerte de aquellos que amaba había poca diferencia. Lo único que sabía era que debía llegar a Berlín.       

             Así empezó su vida el pequeño Alexander en Berlín, sin nacionalidad, y con una madre que solo sabía cantarle bajito en su lengua materna, y que se negó siempre a llamarle por su nombre, porque estaba mal escrito, así que le llamaba Sasha, su pequeño Sasha, como solían llamar los eslavos cariñosamente a los Alexander. Era un niño precioso, se parecía mucho a su padre, aunque él no lo descubriría hasta los veinte años, con la piel aceitunada y los ojos verdes. De su madre solo heredó el pelo rubio cobrizo que se le quedaba graciosamente en punta como un erizo y parecía hacerlo brillar. Ya con dos años su sonrisa traviesa encandilaba a las señoras que sin remedio detenían a la joven madre en la calle para hacerle carantoñas al pequeño Sasha, que sabía muy bien cómo coquetear con las mujeres para ganarse un beso o un dulce, y hacerlas reír sin remedio. Anja, que era demasiado tímida, se sentía abrumada por el pequeño que conseguía llamar la atención de todos cuando ella solo quería pasar inadvertida, y habría preferido caminar por las calles como una mujer invisible. En cambio, él no parecía tener vergüenza de nada y miraba el mundo con ojos despiertos y sin miedo. 
             La joven consiguió un trabajo en la frutería de la señora Gorski en el barrio turco de Berlín, y nunca más tuvo que privarse de comer fruta. La señora Gorski le alquilaba también una pequeña habitación encima de la frutería de la que le regaló los primeros dos meses de renta, pues ella también era inmigrante, había llegado con su marido de Polonia durante la guerra fría cuando en su ciudad ya no quedaba futuro para los jóvenes. Ahora que era viuda, lo único que buscaba era tranquilidad. Anja era lista y trabajadora, bastaba decirle las cosas una vez, y la señora Gorski supo enseguida que se llevarían bien y no le daría problemas. 
            El pequeño crecía feliz en Berlín, lejos de la guerra y sus crueldades. Sasha hablaba serbocroata con su madre y alemán en el colegio, donde también le enseñaban música y aprendía palabras turcas con algunos de los hijos de sus vecinos. Le encantaba ir al centro de educación infantil, donde podía jugar con otros niños, pero se sintió estafado cuando entró a primaria y tenía que pasar las horas sentado en un pupitre. Le gustaba mucho cantar, pero odiaba tener que escribir las letras entre los renglones de su cuaderno o colorear sin salirse, y tampoco le gustaba tener que memorizar las rimas y poemas de su libro de lectura ni tener que esperar su turno para hacer las cosas, porque siempre quería ir el primero y hacerlo todo lo antes posible. 
            Esperaba impaciente para salir a jugar al spielplatz, escalar y jugar a la pelota con sus amigos. No solía pelearse con los demás, pero en clase le costaba quedarse en silencio, porque siempre quería hablar, y como la mayoría de las veces lo que contaba hacía reír a todos, su profesora tenía que castigarlo a menudo. Aprendió a decir sus primeras palabras con solo diez meses, y con un año y medio ya podía hablar dos idiomas mucho mejor que la mayoría de sus compañeros, que solo podían hablar uno. Es irónico pensar que este niño que hablaba a chorros y hechizaba a sus profesores con su verborrea constante, pasara luego gran parte de su adolescencia en silencio. 
            A los cinco años su madre lo apuntó a las clases de piano de la escuela de música del barrio solo porque era gratis, y ese tipo de ofertas no eran comunes en la antigua Yugoslavia. Cuando el pequeño Sasha trajo aquella nota en la que se invitaba a los alumnos de su colegio para hacer una prueba de ingreso, a ella le pareció una tontería, no necesitaban aprender música, Sasha tendría que trabajar en algo serio de mayor y ayudar a su madre. Pero cuando se enteró que los niños que eran admitidos podían estudiar gratis en aquella escuela, no dudo en presentar al pequeño, que no hizo una mala prueba, y al parecer solo le basto sonreír a los jueces para que decidieran unánimemente aceptarle como alumno de piano. 
            Sasha empezó a tocar, y como no tenía dinero para comprar instrumentos, su madre pidió que le dejaran practicar en el piano del colegio durante las pausas de recreo. Así el pequeño se quedó sin recreo y su primera opinión sobre la música fue que era un fastidio. 
            No le importaban las clases de piano, pero detestaba las de solfeo, porque le costaba distinguir unas notas de otras entre las finas líneas del pentagrama. Como no conseguía aprender a leer música, se inventó un truco. Las clases de piano se daban en grupos de tres, todos aprendían la misma partitura. Sasha se las ingeniaba para tocar el último y, mientras esperaba, memorizaba los movimientos de las manos de sus compañeros sobre el piano. Cuando llegaba su turno simulaba leer las notas y reproducía los movimientos de las manos y, como conseguía hacerlo mejor que sus compañeros, su profesora Frau Schilling no se daba cuenta de la pequeña trampa. De hecho, se le daba tan bien aquel truco, que le cambiaron a un grupo más avanzado, donde empezaba a tocar pequeñas piezas de Bach y Bela Bartok. A Herr Mutzi, su nuevo profesor, le gustaba tocarles las partituras para que escucharan la música, y siguió haciendo trampas, aunque tuvo que esmerarse más porque aquellas piezas eran más complicadas. 
           Cuando entró en primero descubrió que si se unía a la orquesta del colegio podría perderse clases para hacer los ensayos e incluso viajar a otras ciudades alemanas para participar en los jungen musischen, y todos los recitales y concursos que a los alemanes les gustaba organizar para motivar a los alumnos de música. Así que se presentó a las pruebas de la orquesta, Sasha se había imaginado que tocaría el piano, pero a los pequeños solo les dejaban cantar en el coro. Aquello le parecía un fastidio, porque había muchos niños y era poco lucido, pero al menos era fácil. En el primer concierto en el que participó, lo pusieron en la primera fila, lo que le permitió mirar al público con sus ojos despiertos y su sonrisa encantadora. Al terminar el pequeño concierto, muchos padres se acercaron a felicitar a Anja por lo bien que cantaba su hijo, lo cual la sorprendió, pues no se había oído más a su hijo que a cualquiera de los otros veinte niños del coro. La joven descubrió ese día algo nuevo sobre el pequeño, si bien no debía cantar mejor, si se le veía más que a los demás niños. Por alguna razón que ella desconocía, el pequeño Sasha tenía la habilidad de robarse las miradas de todo el público. Ella no tenía claro si eso era una virtud o un pecado, o si el niño lo hacía sin darse cuenta o por arrogancia, y le preocupaba que esa habilidad pudiera traerle problemas, así que intentaba enseñar a su hijo para que no llamara la atención, y lo regañaba por ser presumido delante de los demás. 
            Sasha crecía en Berlín feliz, ajeno a lo efímero de su situación como refugiados, ajeno a la guerra que en su país de origen separaba a familias, enfrentaba a vecinos y dejaba miles de muertos, muchos de ellos niños como él, cuyos padres no habían conseguido escapar a tiempo. Porque aquella no era una guerra entre ejércitos, era una guerra contra los civiles. Cientos de miles habían tenido que huir de sus casas para escapar del horror, y a unos pocos kilómetros de la masacre y la limpieza étnica, vivían en un mundo distinto en el que podían jugar a tener una vida normal plagada de pequeños ritos cotidianos. Sasha no se veía diferente al resto de sus compañeros de clase, no sabía que era un niño sin patria, sin nacionalidad, sin identidad, y lejos estaban aún los problemas que esta falta de papeles adecuados le iban a acarrear a lo largo de su vida. 
            Su madre le había hablado muchas veces de su padre, aunque ella no había podido rescatar más que una pequeña foto en la que apenas se veía la figura de sus padres junto a las cascadas de Kravica y en la cual su padre era apenas una pequeña sombra sin casi rasgos visibles. Él no podía saber que su apellido delataba las falsas pretensiones de su madre de pasar por viuda, aunque el corazón de Anja no albergaba duda alguna, la guerra le había arrebatado al amor de su vida. Le había arrebatado también la inocencia. Había llegado como un tsunami llevándoselo todo por delante, y ahora solo podía fingir que vivía. 

         La guerra de los Balcanes había tambaleado los cimientos de Europa. Una Europa que se creía ya lejos de las dos guerras mundiales, una sociedad occidental que había puesto su fe en las Naciones Unidas convencidos de que el diálogo de las naciones no volvería a dejar que la locura de la guerra volviera a apoderarse de las personas sensatas. El enemigo común debía ser la intolerancia, los odios raciales, los nacionalismos, el fanatismo. Pero esta misma Europa que se sentía madura y capaz de afrontar el reto de unirse como si fuese una sola nación, aún no sabía que la guerra en los Balcanes era solo el comienzo. El animal del fanatismo había despertado e iría desembarcando en diferentes puntos del mundo convertido en conflictos, en el terrorismo islamista y en nuevos nacionalismos e ideas extremas de las que todos se creían ya a salvo. El mundo que había conseguido el final de la guerra fría y presumía de ser mayor de edad y estar lejos de ideologías dictatoriales, lejos de fascismos, franquismos, nazismos y comunismos, estaba ya cosechando en sus entrañas nuevas formas de fanatismo e idolatrías que acabarían por resquebrajar los cimientos de la cultura occidental y la libertad de una forma para la que no se habían preparado. 
           De momento lo único que preocupaba a la joven Anja era que el gobierno de Berlín no reparara en su prolongada condición de refugiada y la obligaran a volver a Bosnia. Quizá por eso se esforzaba en llevar una vida humilde, sin apenas caprichos. Tal vez por eso se enfadaba tanto con el pequeño Sasha que seguía ganándose sin pudor el afecto y admiración de todos los que lo rodeaban. En una ocasión jugando a la pelota el crío destrozó de un balonazo la mercancía expuesta de un comerciante turco que, tras bramar enfadado, hizo llorar al chiquillo. Su madre intentaba pedirle disculpas, y cuando el niño comenzó a hacer de traductor de su madre para discutir el castigo que se merecía, no solo hizo sonreír a aquel señor malhumorado, consiguió incluso que este estallara en carcajadas. El hombre acabó por quitarle importancia al asunto, e incluso le regaló una bolsa de caramelos al niño. Ese era un poder que su madre no comprendía, y más bien consideraba a su hijo un pequeño diablillo sin escrúpulos capaz de engatusar a todos, a todos menos a ella. 
            Lástima que Anja no tuviera ni una pizca del encanto de su hijo, porque si lo hubiese tenido tal vez hubiera conseguido convencer al estado alemán de que le concedieran una residencia permanente. Habían pasado casi tres años de los acuerdos de Dayton, en Ohio, que marcaron el final de la guerra en Bosnia en 1995, y el gobierno alemán estaba devolviendo a los refugiados de la guerra de los Balcanes. Pero Anja no era como su hijo, ella siempre estaba asustada. Esa altura y delgadez que en otro tiempo le habían concedido cierta elegancia, ahora la habían convertido en una joven desgarbada y frágil. Anja, incapaz tras casi siete años de aprender a hablar correctamente alemán, entendió a medias que debía ir a Sarajevo para solicitar un permiso de residencia, algo que le costó comprender sobre todo por lo absurdo que le parecía. Lloraba desconsolada explicando que su vida ahora estaba allí en Berlín, tenía un trabajo, un apartamento, su hijo se había criado allí, iba a la escuela, pertenecía a la orquesta del colegio y no conocía otro lugar. El paciente hombre de inmigración intentaba explicarle con extrema lentitud que debía regularizar la situación de su hijo, que seguía sin tener una nacionalidad, y ese era un problema que debían resolver en su país de origen, aquel país que ya había desaparecido y que ahora se llamaba Bosnia y Herzegovina. 
             Anja preparó una maleta, convencida de que todo eso sería cuestión de unos pocos días. Compró dos billetes de tren para el aeropuerto en el que el gobierno alemán le había proporcionado un vuelo chárter para devolverla a su país, se preparó para viajar a su nueva patria, sin saber aún si allí tendría una casa o una familia a la que volver. Fue el día de su partida cuando Sasha descubrió lo que quería ser de mayor. 
           Sasha nunca había viajado en tren ni en avión, de hecho, nunca había viajado a ningún otro lugar. Estaba fascinado por todo lo que rodeaba, y no dejaba de hacer preguntas a una Anja que se había acostumbrado demasiado a la mera supervivencia como para saber apreciar los detalles de su aventura. En la ostbahnhöf de Berlín, mientras su madre intentaba averiguar en qué terminal debían tomar el tren hacia el aeropuerto de Schönefeld, Sasha descubrió un grupo de música. Estaba compuesto por tres chicos: uno tocaba la batería, otro la guitarra eléctrica y cantaba, y un tercero una guitarra con cuatro cuerdas que le pareció muy rara. Hacían una música que él nunca había escuchado, rítmica y melódica a la vez, desgarrada y versátil, ondeaba con agilidad de unas notas a otras, pasaba de la calma y el susurro, a la fuerza y el grito desgarrado una y otra vez. Sasha no pudo evitar pararse en seco y quedarse estático delante del grupo de música, escuchando, olvidándose por completo de su madre, del viaje, de su mochila o del tiempo. Se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas apoyando la cabeza sobre los manos y sus codos sobre sus rodillas y se plantó allí a escuchar con la serenidad de un maestro, sin avisar a su madre, quien tardaría aún un par de minutos en descubrir que había perdido a su hijo y volver locos a los dos policías que hacían turno en la estación para que la ayudaran a buscarlo. 
       Durante los veinte minutos que duró la búsqueda de Anja, Sasha permaneció inmóvil delante del grupo de música, casi sin pestañear, absorto por completo por este nuevo descubrimiento. ¿Por qué no les enseñaban esta música en la escuela?, se preguntó. Eso que escuchaba era mucho mejor que las aburridas partituras de Bach o Bartok y los insufribles staccatos4, mejor que las lánguidas y deprimentes canciones del coro de la orquesta, incluso mucho mejor que las canciones de Oliver Dragojevic, un cantante croata al que su madre escuchaba incansablemente en su pequeño aparato de música y que hasta ese momento le había parecido la música más moderna que había oído. ¿Qué música era aquella? ¿Por qué no la había escuchado antes? Esa era la que él quería tocar, y tomó la firme decisión de mandar a Bach a paseo y exigir que le permitieran tocar esta nueva. Al terminar una de sus canciones, el grupo no pudo evitar comentar entre ellos lo gracioso que era ese niño que los observaba sentado delante de ellos. El chico de la guitarra, que llevaba unos vaqueros rajados en las rodillas y una camiseta corta sobre otra camiseta de manga larga en un verde indefinido, se dirigió al pequeño: 
           —¿Te gusta la música? —le preguntó. 
           —Esta sí, pero odio a Bach —respondió el niño, lo que provocó la risa de los tres. 
           —Bach fue un revolucionario en su época —le dijo el músico. 
           —Bach es aburrido —siguió el pequeño—. ¿Cómo se llama tu música? 
          —Solo es rock and roll… 
          —Pues yo quiero tocar rock and roll. 
          —¿Vas a ser una estrella del rock? —preguntaron entre risas los chicos.
         —Creo que sí —afirmó el niño con seriedad. Justo en ese momento apareció su madre con los dos policías, enferma y pálida por el susto, demasiado preocupada por la hora de salida del tren para comprender la importancia de aquel momento en la vida de Sasha. 
         —¡¿Dónde te habías metido?! —le gritó su madre, zarandeándolo. 
         —No me he metido en ningún sitio, mami, estaba aquí todo el rato. 
        Ya en el tren, mientras su madre intentaba encontrar sosiego en el ronroneo del vagón camino al aeropuerto, donde cogerían el vuelo chárter con destino a Belgrado, Sasha le anunció con cierta solemnidad: —De mayor quiero ser una estrella de rock. 
        A lo que la pobre Anja contestó sin prestar mucha atención: 
       —No digas tonterías, Sasha. 
       Anja recostó la cabeza en el asiento y cerró los ojos, y el pequeño Sasha se quedó mirando por la ventana del tren cómo se alejaban primero la ciudad, luego el campo frondoso de Alemania por el que asomaban alternos viejos edificios con pintadas urbanas y casas de cuento, preguntándose por qué era una tontería querer tocar música rock, y sin saber aún que pasarían años antes de que volviera a ver aquellos paisajes.



 
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